domingo, 31 de enero de 2016

El Tuteo de Don Fernando


¿Somos capaces de calcular cuánto ha costado a la humanidad elaborar el código de conducta civilizada que ahora se desmorona? ¿Qué cantidad de doma tuvo que experimentar la especie para que, por ejemplo, sus crías cedieran su asiento en el autobús los adultos desgastados y a las hembras visiblemente encintas? Nada más simple, en cambio, que ese tirón con que me derribó mi perro al acudir a un olor sexual irresistible; ventajoso, sin embargo, para mi perro, que, al verme en el suelo, vino a lengüetearme el rostro. Lo he recordado hoy cuando, en el Metro, yendo a ocupar un sitio libre, se me ha adelantado de un empujón una niña de siete u ocho años, azuzada por su madre. Al mirarme no era triunfal el destello de sus ojos, sino desdeñoso. No exento, ciertamente, de belleza: la de un animalillo joven contemplando altanero al macho torpe. Todos esos siglos de doma están abocados a un fracaso final. La descarnada lucha, más que por la vida, por la posesión deprisa y a ultranza, aliada con el prestigio de lo natural y lo espontáneo, entendiendo por tal el empellón y la zancadilla y el todos iguales, pero a ver quién puede más, ha supuesto una crisis para las normas que regulaban el trato en la vida social. Normas ciertamente convencionales, incómodas muchas veces, a contrapelo de lo que pide el cuerpo, pero con el mérito de haber sido pensadas en favor de otro. No me refiero, claro es, a las que significaban sumisión a diferencias injustamente impuestas, sino a las que expresaban una voluntad de autocontrol, y a la vez, de respeto a los demás y a sí.
El tuteo, pavorosamente extendido, es una de las manifestaciones más visibles de esta crisis. Al terminar una de mis últimas clases, se me acercó una alumna de fino aspecto; no quiso ofenderme con su pregunta: “¿Has publicado algo sobre esto que nos has dicho?”. Ya era incapaz de entender la diferencia entre nuestros respectivos papeles sociales. [...] Me contaba una dama amiga su estupor cuando, en una clínica de lujo, al disponerse el enfermero a afeitar el pubis a su esposo, preparándolo para una operación, le decía jovial y estimulante: “Hala, que te voy a dejar pelado como un niño”. Su esposo es uno de los más respetables varones de nuestro país; pero no merecía el usted del respeto más que el más pobrecillo paciente, en trance de tanta humillación.
Si en lugares tan serios se tutea a mansalva, cuánto más en el imperio de la trivialidad. Allá van entrevistadores y entrevistadoras de los audiovisuales expeliendo tús como flatos de campechanía, lanzados a diálogo con desconocidos visibles o invisibles, pero fugazmente entrañables, que les corresponden de igual modo, felices por llamar Isabel o Luis a tan famosos durante un minuto. Y si Isabel o Luis entablan coloquio con un importante, pongamos un Nobel; ¡cuánto de su prestigio les alcanzará si lo tratan con ese tú gorrón de famas!

Tal allanamiento empezó entre comunistas y fascistas. La distinción en el trato basada en la distinción entre personas era injuriosa, liberal y elitista. Los camaradas quedaban igualados mediante esa ficción verbal; por supuesto, solo mediante ella, pero satisfacían el resentimiento contra lo superior que nutre tales ideologías. Poco a poco, el igualitarismo de trato ha empapado la sociedad entera, ya sin significado político, pero sí psicosocial. No entra en mis competencias analizarlo, aunque percibo que desempeña diversas funciones. Una muy visible es la de forzar connivencias beneficiosas. El profesor, por ejemplo, que acepta o fomenta el tuteo de sus alumnos puede sentir protegida su posible incompetencia por la camaradería en el aula. El tuteo indiscriminado: anulación de diferencias naturales, trivialización de las relaciones humanas, falso desmantelamiento de la intimidad, destrucción de señales imprescindibles para un funcionamiento social civilizado.
Don Fernando Lázaro Carreter. El Dardo en la Palabra 1990. 


¿Y ustedes qué opinan?