martes, 12 de enero de 2016

Niebla



Unamuno y Barry, Torrelavega 1931

Hace unos días se cumplieron los 80 años de la muerte del Sr. Unamuno. Vds. ya saben que a mi me encanta Unamuno, en Niebla además está Orfeo. A Orfeo se le ha analizado literariamente reiteradamente, no obstante, no hacía falta, Unamuno quizá se atormentara mucho con el ser humano, pero, desde luego, sabía muy bien que esperar del ser perruno y tal vez lo único que anhelara fuera algo más de perruno en el humano... En Niebla, ya antes de la aparición de Orfeo como compañero inseparable de Augusto en el capítulo V, aparece la figura del perro a modo de oráculo, en una ocasión y en transfiguración mitológica en una segunda durante el capítulo I que les dejamos con la esperanza de que, si no han leído Niebla, lo hagan a lo largo de este 2016. 


NIEBLA CAPÍTULO I

Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano
palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedose un momento parado en
esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior,
sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del
lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino
el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro
de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.
«Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas –pensó Augusto–;
tener que usarlas, el use estropea y hasta destruye toda belleza. La función más
noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de
comida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien
se ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida,
no nos cuidamos sino de servimos de Dios; pretendemos abrirlo, como a un
paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males.»
Dijose así y se agachó a recogerse los pantalones. Abrió el paraguas por fin y se
quedó un momento suspenso y pensando: «y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la
derecha o a la izquierda?» Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de
la vida. «Esperaré a que pase un perro –se dijo– y tomaré la dirección inicial que
él tome.»
En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos se
fue, como imantado y sin darse de ello cuenta, Augusto.
Y así una calle y otra y otra.
«Pero aquel chiquillo –iba diciéndose Augusto, que más bien que pensaba hablaba
consigo mismo–, ¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? ¡Contemplar a alguna
hormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!, uno de los animales más hipócritas! Apenas
hace sino pasearse y hacernos creer que trabaja. Es como ese gandul que va ahí, a
paso de carga, codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no me cabe duda
de que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha de tener que hacer, hombre, qué ha de
tener que hacer! Es un vago, un vago como... ¡No, yo no soy un vago! Mi
imaginación no descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen
sino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese mamarracho de
chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a darle al rollo majadero, para
que le veamos, ese exhibicionista del trabajo, ¿qué es sino un vago? Y a nosotros
¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajo
el de ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose... Pero ¿y qué sé yo?
¡Perdone, hermano! –esto se lo dijo en voz alta–. ¿Hermano? ¿Hermano en qué?
¡En parálisis! Dicen que todos somos hijos de Adán. Y este, Joaquinito, ¿es también
hijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido y
polvo! ¿Y qué se adelanta con suprimir así distancias? La manía de viajar viene de
topofobía y no de filotopía; el que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja y
no buscando cada lugar a que llega. Viajar... viajar... Qué chisme más molesto es el
paraguas... Calla, ¿qué es esto?»
Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le
llevara imantado tras de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había
venido siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella
mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta Cerbera aguarda –
se dijo– que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que he
venido siguiendo y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar
mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo
imperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era cosa
de ir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión en ello.
–Dígame, buena mujer –interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar del
bolsillo–, ¿podría decirme aquí, en confianza y para inter nos, el nombre de esta señorita
que acaba de entrar?
–Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.
–Por lo mismo.
–Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.
–¿Domingo? Será Dominga...
–No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.
–Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si
no, ¿dónde está la concordancia?
–No la conozco, señor.
–Y dígame... dígame... –sin sacar los dedos del bolsillo–, ¿cómo es que sale así
sola? ¿Es soltera o casada? ¿Tiene padres?
–Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos...
–¿Paternos o maternos?
–Sólo sé que son tíos.
–Basta y aun sobra.
–Se dedica a dar lecciones de piano.
–¿Y lo toca bien?
–Ya tanto no sé.
–Bueno, bien, basta; y tome por la molestia.
–Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea le
lleve algún mandado?
–Tal vez... tal vez... No por ahora... ¡Adiós!
–Disponga de mí, caballero, y cuente con una absoluta discreción.
«Pues señor –iba diciéndose Augusto al separarse de la portera–, ve aquí cómo
he quedado comprometido con esta buena mujer. Porque ahora no puedo
dignamente dejarlo así. Qué dirá si no de mí este dechado de porteras. ¿Conque...
Eugenia Dominga, digo Domingo, del Arco? Muy bien, voy a apuntarlo, no sea que se
me olvide. No hay más arte mnemotécnica que llevar un libro de memorias en el
bolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don Leoncio: ¡no metáis en la cabeza lo que os
quepa en el bolsillo! A lo que habría que añadir por complemento: ¡no metáis en el
bolsillo lo que os quepa en la cabeza! Y la portera, ¿cómo se llama la portera?»
Volvió unos pasos atrás.
–Dígame una cosa más, buena mujer...
–Usted mande...
–Y usted, ¿cómo se llama?
–¿Yo? Margarita.
–¡Muy bien, muy bien... gracias!
–No hay de qué.
Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose al poco rato en el paseo de la
Alameda.
Había cesado la llovizna. Cerró y plegó su paraguas y lo enfundó. Acercóse a un
banco, y al palparlo se encontró con que estaba húmedo. Sacó un periódico, lo
colocó sobre el banco y sentóse. Luego su cartera y blandió su pluma estilográfica.
«He aquí un chisme utilísimo –se dijo–; de otro modo, tendría que apuntar con
lápiz el nombre de esa señorita y podría borrarse. ¿Se borrará su imagen de mi
memoria? Pero ¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me acuerdo de unos
ojos... Tengo la sensación del toque de unos ojos... Mientras yo divagaba líricamente,
unos ojos tiraban dulcemente de mi corazón. ¡Veamos! Eugenia Domingo,
sí, Domingo, del Arco. ¿Domingo? No me acostumbro a eso de que se llame Domingo...
No; he de hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero, y
nuestros hijos varones, ¿habrán de llevar por segundo apellido el de Dominga? Y
como han de suprimir el mío, este impertinente Pérez, dejándolo en una P, ¿se ha de
llamar nuestro primogénito Augusto P Dominga? Pero... ¿adónde me llevas, loca
fantasía?» Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la
Alameda, 58. Encima de esta apuntación había estos dos endecasilabos:
De la cuna nos viene la tristeza
y también de la cuna la alegria...
«Vaya –se dijo Augusto–, esta Eugenita, la profesora de piano, me ha cortado
un excelente principio de poesía lírica trascendental. Me queda interrumpida.
¿Interrumpida?... Sí, el hombre no hace sino buscar en los sucesos, en las vicisitudes
de la suerte, alimento para su tristeza o su alegría nativas. Un mismo caso es triste o
alegre según nuestra disposición innata. ¿Y Eugenia? Tengo que escribirle. Pero no
desde aquí, sino desde casa. ¿Iré más bien al Casino? No, a casa, a casa. Estas
cosas desde casa, desde el hogar. ¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar.. hogar...
¡Cenicero más bien! ¡Ay, mi Eugenia!» Y se volvió Augusto a su casa.